viernes, 20 de febrero de 2015

muerte en Saigon

stephen shore


Se le pegaban los zapatos al suelo. Sucio y pegajoso. Aun le quedaban unos días en aquél lugar y los estaba aprovechando de forma muy rara. Había días en los que se levantaba al amanecer y desayunaba y salía al mundo, y había otros en los que salía el sol y aun no había despedido a la noche. Su mesita de la cama confesaba sus vicios menos secretos. A la vista de cualquiera que visitaba su habitación cada madrugada, estaban sus piedras en el camino. 
Estaba en aquel tugurio de mala muerte. La gente gritaba en otro idioma como si estuviera en otra dimensión. Perdida en otra burbuja que ni siquiera estaba cercana, observó sus restos en el plato. Había pedido cubiertos: nunca se manejó bien con los palillos. El sake se lo había pimplado hacía una hora. Y sin embargo, esa pasta frita mil veces en un aceite más negro que su futuro, y rellena de algo que sabía a detergente, se le resistía. Se sirvió más sake abandonado de la mesa de al lado. Estaba un poco borracha y sonrío al percatarse. Esta noche se había pintado un poco más la raya del ojo, y se veía especialmente guapa. Le esperaba otra botella en la habitación de la pensión, y un techo presumiblemente igual que el de ayer. Había venido a Saigón en un arranque de demoledora soledad y espontáneo pico económico en sus dos últimos meses trabajando en aquella mierda. Solo vino con una mochila y una bolsa llena de desasosiego sin color. 
Muy de vez en cuando pensaba en su mirada, llevaba tiempo siendo fría. Y también pensó que él nunca estuvo allí, en aquella ciudad. Miró la puerta del tugurio, pagó la cuenta, se levantó, se dirigió al baño, se pintó los labios de rojo oscuro, y se fue caminando tranquilamente a una nueva noche perdida, la cual no tenía ni ganas ni esperanza de encontrar.





1 comentario:

crear unicornio analógico con cintas recicladas y girar con el boli

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