La luz entraba por rendijas, y aun así no iluminaba nada. Mi cabeza seguía perdida entre unas sábanas, demasiado frías. El cuestionamiento del yo de forma obsesivamente continua era el requisito para dormir. Valía una noche, o dos. Más, te vuelve irrevocablemente a la demencia más completa. Era mi cuarta noche. Mi quinta mañana que despertaba allí. Y el silencio pesaba encima del siseo de un fluorescente fundido.
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