sábado, 21 de febrero de 2015

las diez caricias que estremecieron el mundo (y otras dos que no contaban)

william eggleston





Llevaba toda la noche trabajando. Tan solo hacía un mes que había empezado ese curro. Una cadena de montaje, en una nave industrial, en las afueras de la ciudad. Todas las noches. Le pagaban mal y tarde pero tenía la mala costumbre de comer todos los días y tenía una montaña de facturas encima de la mesita de noche, y muchas veces le pesaban en el sueño. Esa noche, se tomó un descanso un poco más largo de lo normal. Unos dígitos gigantes relucían en un verde sucio en una farola destartalada del final de la calle. Le recordaban que todavía le quedaban unas cuatro horas de faena. Hacía un frío insoportable, se refugió en la bufanda, y caminó hacia la única cafetería abierta a esas horas, expresamente para los trabajadores y los insomnes de esa zona. Nadie dentro, salvo un camarero enjuto y seco, con cara de estar demasiado de vuelta de todo. Se sentó en un taburete de sky pegajoso, y pidió un café. Había poca luz, y de vez en cuando entraban fogonazos de algún autobús fluorescente que pasaba por la cristalera del bar. El camarero estaba en la otra punta de la barra, rehaciendo un crucigrama que estaba aun por terminar. Delante de donde se había sentado, había un eterno bote de cristal relleno de ketchup que jamás se había usado, y que criaba años en aquella esquina, acompañado de un frasco con sal, de la que intermitente emergían hormigas y alguna que otra cucaracha. Fuera empezó a llover, y se oían los charcos, la lluvia, el viento, el aburrimiento, el tedio, lo que bullía fuera, incluso si se esforzaba mucho, podía escucharla a ella respirar profundamente, atrapada en algún sueño de estos que solo puede tener la gente maravillosa.  Removía mecánicamente el café, mientras recreaba esas caderas en su mente. 

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